“Polvorita” Aranda: el boxeador que bailó con el talento y tropezó con el destino
POR GUSTAVO GÓMEZ
POR GUSTAVO GÓMEZ
Por REDACCIÓN SUPERDEPOR |
Punta Alta vio nacer a Esteban Aranda un 4 de agosto de 1978, pero el viento patagónico fue el que moldeó su destino. Cuando tenía 7 años, su familia empacó sueños y necesidad, y partió hacia Puerto Madryn, buscando un horizonte más amable. En esa ciudad costera, su padre, Rosamel, un exboxeador que nunca llegó a la gloria pero sí al conocimiento del oficio, encontró refugio en un pequeño cuarto del gimnasio municipal, donde comenzó a forjar futuros pugilistas. Sin saberlo, allí también forjaría el de su hijo.
Esteban no parecía destinado al boxeo. Mientras su padre ajustaba vendas y enseñaba ganchos, el niño probaba suerte en el básquet. Pero el deporte no lo atrapaba; su carácter inquieto terminaba en riñas con sus compañeros más que en dobles debajo del aro. “Locomotorita”, lo llamaba el entrenador, más en reproche que en halago, antes de mandarlo al banco.
Cansado de ese desencuentro, Esteban se quedaba al margen, observando a su padre entre guantes y sacos de arena. Fue entonces cuando Rosamel, buscando distraerlo, le dio tareas simples: saltar la cuerda, lanzar golpes al aire. Lo que comenzó como un juego, pronto dejó al descubierto algo que nadie esperaba: en ese niño había un boxeador en potencia, con movimientos tan precisos como innatos.
A los 13 años llegó su bautismo de fuego. Subió al ring por primera vez frente a Jorge Hueche, un rival mayor y con experiencia. Lo que parecía una desventaja insalvable se convirtió en una victoria brillante. Más tarde llegó Jorge Chicagual, quien años después sería campeón argentino, pero el resultado fue el mismo: Esteban lo superó con claridad. Fue entonces cuando lo bautizaron “Polvorita”, un apodo que describía la energía y rapidez con la que desconcertaba a sus oponentes.
EL ARTE DE UN ESTILISTA
Sobre el ring, Polvorita Aranda era pura poesía. Su estilo no era el de un boxeador común: bailaba, se deslizaba como un espectro, y lanzaba golpes certeros con una economía que rayaba en la perfección. Su cintura, ágil como un látigo, lo convertía en un blanco inalcanzable. Puerto Madryn empezó a soñar con él como su embajador del boxeo.
En el camino de Aranda apareció otro joven llamado a la grandeza: Omar Narváez, de Trelew, con un estilo menos refinado pero igual de efectivo. La primera vez que se enfrentaron, el público fue testigo de algo más que una pelea. Fue una batalla que sacudió las paredes del gimnasio, golpe por golpe, con la promesa de una rivalidad histórica.
Terminaron empatados. La revancha llegó en Playa Unión, donde Narváez se impuso en un fallo que Polvorita nunca aceptó del todo. “Hubo algo raro ahí”, repite, aún con un destello de bronca en los ojos. Aquella derrota marcó el inicio de un desvío en sus caminos: mientras Narváez avanzaba con disciplina hacia la consagración, Aranda comenzó a perder el rumbo.
LAS SOMBRAS DE LA NOCHE
El cubano Sarvelio Fuentes, entrenador de la selección nacional, lo convocó. Veía en Polvorita a un prodigio, un boxeador diferente. Pero si sobre el ring sus movimientos eran precisos, fuera de él eran erráticos. “No hice caso a los consejos. Me rodeé de amigos que amaban la joda, y yo era el primero en sumarme. La noche me llamaba y yo respondía”, confiesa hoy, con una mezcla de nostalgia y arrepentimiento. La juventud, con su sed de excesos, lo alejó de su propósito.
Su carrera como amateur fue brillante, con más de 100 peleas, pero el salto al profesionalismo lo encontró vulnerable, atrapado en los vicios y en malas decisiones. Una lesión en el hombro terminó de apartarlo del boxeo antes de tiempo.
LA LEYENDA QUE NO FUE
Hoy, Esteban “Polvorita” Aranda camina por las calles de Puerto Madryn, donde construye su vida ladrillo a ladrillo en el oficio de la construcción. Junto a Graciela, su compañera de toda la vida, formó una familia numerosa: seis hijos y dos nietos que son su verdadero legado.
Dos de sus hijos heredaron su talento para el boxeo, pero él se asegura de transmitirles algo más importante que técnica. “Aprendí la lección. Quiero que mis hijos hagan las cosas bien, que no repitan mis errores. Les sobra talento, pero el talento no alcanza si no hay disciplina.”
Pudo haber sido una leyenda.
Tenía todo para escribir su nombre junto a los grandes del boxeo argentino, pero el destino, o tal vez sus propias elecciones, lo dejaron en la orilla de la grandeza. Aún así, su historia no es solo de lo que pudo ser, sino también de lo que es: un hombre que reconoce sus caídas, que aprendió a levantarse y que hoy encuentra en su familia y en sus enseñanzas la redención que el ring no le pudo dar.
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POR GUSTAVO GÓMEZ
Pelea entre Omar Narváez (izquierda) y Esteban Aranda que terminó empatada.
Punta Alta vio nacer a Esteban Aranda un 4 de agosto de 1978, pero el viento patagónico fue el que moldeó su destino. Cuando tenía 7 años, su familia empacó sueños y necesidad, y partió hacia Puerto Madryn, buscando un horizonte más amable. En esa ciudad costera, su padre, Rosamel, un exboxeador que nunca llegó a la gloria pero sí al conocimiento del oficio, encontró refugio en un pequeño cuarto del gimnasio municipal, donde comenzó a forjar futuros pugilistas. Sin saberlo, allí también forjaría el de su hijo.
Esteban no parecía destinado al boxeo. Mientras su padre ajustaba vendas y enseñaba ganchos, el niño probaba suerte en el básquet. Pero el deporte no lo atrapaba; su carácter inquieto terminaba en riñas con sus compañeros más que en dobles debajo del aro. “Locomotorita”, lo llamaba el entrenador, más en reproche que en halago, antes de mandarlo al banco.
Cansado de ese desencuentro, Esteban se quedaba al margen, observando a su padre entre guantes y sacos de arena. Fue entonces cuando Rosamel, buscando distraerlo, le dio tareas simples: saltar la cuerda, lanzar golpes al aire. Lo que comenzó como un juego, pronto dejó al descubierto algo que nadie esperaba: en ese niño había un boxeador en potencia, con movimientos tan precisos como innatos.
A los 13 años llegó su bautismo de fuego. Subió al ring por primera vez frente a Jorge Hueche, un rival mayor y con experiencia. Lo que parecía una desventaja insalvable se convirtió en una victoria brillante. Más tarde llegó Jorge Chicagual, quien años después sería campeón argentino, pero el resultado fue el mismo: Esteban lo superó con claridad. Fue entonces cuando lo bautizaron “Polvorita”, un apodo que describía la energía y rapidez con la que desconcertaba a sus oponentes.
EL ARTE DE UN ESTILISTA
Sobre el ring, Polvorita Aranda era pura poesía. Su estilo no era el de un boxeador común: bailaba, se deslizaba como un espectro, y lanzaba golpes certeros con una economía que rayaba en la perfección. Su cintura, ágil como un látigo, lo convertía en un blanco inalcanzable. Puerto Madryn empezó a soñar con él como su embajador del boxeo.
En el camino de Aranda apareció otro joven llamado a la grandeza: Omar Narváez, de Trelew, con un estilo menos refinado pero igual de efectivo. La primera vez que se enfrentaron, el público fue testigo de algo más que una pelea. Fue una batalla que sacudió las paredes del gimnasio, golpe por golpe, con la promesa de una rivalidad histórica.
Terminaron empatados. La revancha llegó en Playa Unión, donde Narváez se impuso en un fallo que Polvorita nunca aceptó del todo. “Hubo algo raro ahí”, repite, aún con un destello de bronca en los ojos. Aquella derrota marcó el inicio de un desvío en sus caminos: mientras Narváez avanzaba con disciplina hacia la consagración, Aranda comenzó a perder el rumbo.
LAS SOMBRAS DE LA NOCHE
El cubano Sarvelio Fuentes, entrenador de la selección nacional, lo convocó. Veía en Polvorita a un prodigio, un boxeador diferente. Pero si sobre el ring sus movimientos eran precisos, fuera de él eran erráticos. “No hice caso a los consejos. Me rodeé de amigos que amaban la joda, y yo era el primero en sumarme. La noche me llamaba y yo respondía”, confiesa hoy, con una mezcla de nostalgia y arrepentimiento. La juventud, con su sed de excesos, lo alejó de su propósito.
Su carrera como amateur fue brillante, con más de 100 peleas, pero el salto al profesionalismo lo encontró vulnerable, atrapado en los vicios y en malas decisiones. Una lesión en el hombro terminó de apartarlo del boxeo antes de tiempo.
LA LEYENDA QUE NO FUE
Hoy, Esteban “Polvorita” Aranda camina por las calles de Puerto Madryn, donde construye su vida ladrillo a ladrillo en el oficio de la construcción. Junto a Graciela, su compañera de toda la vida, formó una familia numerosa: seis hijos y dos nietos que son su verdadero legado.
Dos de sus hijos heredaron su talento para el boxeo, pero él se asegura de transmitirles algo más importante que técnica. “Aprendí la lección. Quiero que mis hijos hagan las cosas bien, que no repitan mis errores. Les sobra talento, pero el talento no alcanza si no hay disciplina.”
Pudo haber sido una leyenda.
Tenía todo para escribir su nombre junto a los grandes del boxeo argentino, pero el destino, o tal vez sus propias elecciones, lo dejaron en la orilla de la grandeza. Aún así, su historia no es solo de lo que pudo ser, sino también de lo que es: un hombre que reconoce sus caídas, que aprendió a levantarse y que hoy encuentra en su familia y en sus enseñanzas la redención que el ring no le pudo dar.