Estilo y Vida

Una trinchera histórica: la memoria

Por la Dra. Vanina Botta, Médica especialista en Psiquiatría. Médica Especialista en Medicina Legal y Forense

 

Tenía la puerta entreabierta del consultorio para observar lo que sucedía en la sala de espera. Siempre pensé que lo que pasaba allí era de un valor semiológico riquísimo y que luego lo utilizaría también para arribar a un diagnóstico.

 

Lo acompañaba una cuidadora bonita y simpática del hogar geriátrico donde estaba alojado desde hacía unos años. Lo observé con actitud abatida, desinteresado y enojado. Se movía poco y su cuerpo transmitía el cansancio y la fatiga  de los años y la confusión demencial.

 

Amablemente lo invito a entrar al consultorio solo, sin su acompañante. 

 

Nos miramos un rato en silencio, como investigándonos, como tratándonos de reconocer. Su mirada extraviada y confusa me adelanto enseguida que la demencia se había apoderado de todo su ser, de a poco, con pequeñas fallas de memoria, con desorientaciones, con pérdida de algunas palabras de su vocabulario, con dificultad para recordar cómo se hace alguna tarea. La insoportable certeza de saber algo pero no poder recuperarlo de la memoria y con periodos de intensa angustia y soledad que le quemaban la carne, la poca carne, ya estaba flaco, con poca masa muscular y el espejo ya no le devolvía la imagen de morocho grandote y seductor de sus años mozos.

 

La apatía, la depresión y la abulia lo acompañaban desde hacía tres años, cuando la demencia luego de varios avisos por fin se hizo demencia. Nunca recordaba nada, por más esfuerzos que haga, decía que su mente estaba completamente vacía, “no tengo más recuerdos, estoy vacío” repetía, susurraba….

 

Aquí lo trágico. Los recuerdos nos acompañan, nos dan sentido. Sin recuerdos no sabríamos quienes somos, quienes fuimos, de dónde venimos. Es que nuestra identidad se basa en el conjunto de recuerdos que constituyen nuestro autoconcepto.

 

Pero algo de esa memoria fragmentada, frágil, débil, casi ausente debería conservar un recuerdo, un recuerdo que lo ancle aun a la vida.

 

Criado en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Su padre trabajó en el ferrocarril y como esas cosas que heredamos, él también fue ferroviario; claro que había vivido durante su infancia y adolescencia la fiebre ferroviaria, el desarrollo y progreso, por lo que su anhelo era ser ferroviario.

 

Recuerda su primer día en trenes, llegó en colectivo junto a su padre y sus tíos y muchos obreros más. En un mostrador de la fría estación de tren estaba ella. Fue lo primero que vio y sin disimular sus ojos hondos y oscuros se posaron en Celia. Fue un instante, nada más, pero la miró a los ojos y supo que nunca más amaría así. Se siguieron mirando con algo de descaro en esa estación de tren durante varias semanas. Se cruzaban, se miraban, se olían, se sentían, se deseaban.

 

Tenían 17 años. Cada tarde se encontraban atrás de las vías, en una locomotora vieja que aguardaba su turno para reparación. La jordana laboral era eterna para llegar al premio de encontrarse desesperadamente, de hablar, de contarse historias, de besarse, tocarse, amarse. 

 

Una tarde, entraron en silencio a un galpón, Juan la beso muy suave y comenzaron a danzar al compás de una música secreta, recorrió toda su piel con su boca y con la saliva en su nuca ella tuvo la certeza de comprender lo que era el infinito.

 

Se prometieron amor eterno, cuidarse y acompañarse siempre. Pero, como sabemos, la vida es en general es mucho más difícil y compleja de lo que esperamos, pronto comenzaron los obstáculos y problemas. 

 

El padre de ella al enterarse decidió encerrarla en la casa, no regreso a su puesto trabajo. La angustia y el dolor se apoderaron de él, se desesperó, la buscó, le rogó al padre de ella, recibió una terrible paliza.

 

Cada veinte días a Juan lo llevaban a control psiquiátrico conmigo, “está deprimido, demenciado, ya no habla” decía la historia clínica de la residencia geriátrica. Cada veinte días yo lo esperaba para escuchar su historia de amor, cada veinte días su demencia avanzaba más y más, pero quedaba esa última trinchera, la de su historia de amor 

 

La memoria, con su materialidad, tosquedad y error es la última y más fuerte trinchera de los amantes…

 

Lograron encontrarse algunas veces más hasta que el padre de ella, absoluto, la mandó a vivir con unas tías a La Pampa.

 

“El ferrocarril extiende sus vías y llega hasta La Pampa” decían las noticias. Allí fue Juan; la buscó, la buscó  y la buscó. Desesperado, errante, con la tristeza derramándose por sus poros, ciego, invalido, enajenado del mundo, Juan la buscó por cada rincón…

 

Luego de algunos años ella regreso al pueblo porque su padre estaba mal de salud. El reencuentro fue mágico, maravilloso, tal como lo habían soñado y esperado esos largos años. 

 

La última voluntad del padre de Celia era que ésta se case con un primo lejano de La Pampa. El universo se le cae a pedazos, otro amor se muere, otro corazón encogido, otro mito se desaparece, otra vida se frustra,

 

Ella, destrozada obedeció a su padre.

 

Años más tarde, un trabajador de trenes comento al pasar que la hija del patrón, Celia, que vivía en La Pampa murió de tos convulsa luego de parir a su primera hija

 

El triste final del tren ya conocido por todos; primero el desmantelamiento que se aceleró a partir de 1976, luego en 1991, Ferrocarriles Argentinos fue desarticulado como tal.

 

Juan se mudó a la Patagonia, solo, con el alma rota, sumido en una profunda tristeza. La pensó cada día; el pensamiento venía acompañado de un dolor punzante que luego desaparecía, hasta que creyó enloquecer y fue incapaz de dominar su ser, de dominar el miedo intenso que lo invadía por momentos.

 

El miedo se transformó en un compañero habitual en su vida, un miedo constante, irracional y posesivo. Miedo no a la muerte sino a la vida, miedo al llanto y a la risa, miedo al día y a la noche.

 

La depresión, la melancolía  y la demencia intentaban con fuerza borrar toda memoria en Juan, todo rastro de vida; pero quizás haya una ley de la memoria que hace que las cosas de la niñez y la adolescencia  se queden fijadas para siempre y sean lo único que nos aferre a la vida. 

 

La memoria, como la posibilidad de salvaguarda ante la muerte. 

 

La memoria, como la posibilidad de mantener siempre presentes a los individuos.

 

La memoria, como posibilidad de dotar de una vida trascendente…

 

Juan aún hoy, y casi sin registros mnesicos se sigue preguntando por el amor, recuerda cada conversación, cada momento, cada episodio y cada encuentro con las emociones y sensaciones que tuvo con Celia. 

 

Lo escucho y no puedo dejar de pensar en la memoria y de reflexionar en las relaciones. Si bien las relaciones han ido sufriendo modificaciones a lo largo de los años, la pregunta por el amor insiste, aparece, irrumpe, perdura más allá de la demencia y el olvido. 

 

La tensión entre memoria, olvido, tiempo, amor, desamor y locura atravesó la vida de Juan. Lo acompañé el tiempo que pude, traté de llevarlo al último registro de memoria que le quedaba, a la última trinchera.

 

Creo que como médica además de descubrir en los pacientes un conjunto de órganos funcionando más o menos bien o más o menos mal y de diagnosticar y dar un medicamento; también debemos encontrar en ellos al ser humano que fueron, que sufre, que sufrió. 

 

Nuestras profesiones, que nos enfrentan diariamente con el dolor, el sufrimiento, la locura y la muerte, tienen su contracara, esa en la que aparece la posibilidad de comunicarnos con otros en su parte más sincera, humana y profunda, de tocarlos, de acariciarles el alma, de tomarles la mano, de acompañarlos a esa última trinchera para seguir dando batalla; o de acompañarlos para despedirse de la vida. 

 

Es la gran riqueza de nuestra tarea.

 


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